La historia de un apasionado por las rosas del desierto: una planta que florece todo el año y se adapta al clima de Misiones

En la pandemia, Pedro Sosa encontró en las rosas del desierto una pasión que transformó un tiempo difícil en un emprendimiento florido. Hoy produce y comercializa plantas únicas en todo el país, combinando técnica, paciencia y admiración por una especie que florece incluso en los lugares más áridos.

En tiempos de incertidumbre, cuando la pandemia obligó a detener el ritmo del mundo, Pedro Sosa encontró su refugio en una planta que le cambió la vida. “En una oportunidad estuve sentado en el living y enfrente de mi casa había una planta que siempre me llamó la atención”, recuerda. Aquella curiosidad fue el inicio de un camino que lo llevó a convertirse en un apasionado productor de rosas del desierto.

Sosa conocía bien la selva misionera y su vegetación, pero esta especie —de aspecto exótico y floración intensa— lo atrapó por completo. En esos días de encierro comenzó a investigar, a conectarse con grupos de cultivadores de todo el mundo y a realizar capacitaciones virtuales. “Cada vez que la trabajaba más me apasionaba, y así fui haciendo mi vivero”, cuenta con una sonrisa que todavía refleja aquel entusiasmo inicial.

La rosa del desierto, cuyo nombre científico es Adenium obesum, proviene de regiones áridas de Arabia y África. Su particularidad está en el caudex —una especie de tallo engrosado que almacena agua— que le permite sobrevivir largos periodos sin riego. Esta adaptación la convierte en una planta resistente, ideal para terrazas, balcones o espacios donde el sol es protagonista.

Durante sus primeros años, Pedro no vendía ninguna de sus plantas. “Los turistas venían, me querían comprar y yo no vendía una, porque me apasionó tanto esa planta…”, confiesa. Pero el crecimiento del vivero lo llevó a profesionalizar su producción y comenzar a comercializar ejemplares en distintas provincias.

Una de sus grandes satisfacciones fue ver florecer la primera rosa del desierto que tuvo. “De esa primera planta que compró mi señora pude hacer un esqueje, y creció de tal manera que recorrió varios países en fotos. Me dio tantas flores que hasta hoy sigue siendo especial para mí.”

Con el tiempo, incorporó semillas del exterior y perfeccionó técnicas de injerto que hoy le permiten ofrecer una impresionante diversidad de colores y formas. “Tengo flores simples, de doble y triple pétalo, y plantas que llegan a tener hasta siete colores distintos en una misma maceta”, explica orgulloso.

El secreto está en el injerto: cada gajo recibe un color diferente, lo que convierte a cada planta en una pequeña obra de arte viva. También trabaja con semillas, aunque ese proceso requiere polinizar manualmente las flores para lograr nuevas combinaciones. “Si cruzás una amarilla con una roja, se forman matices nuevos. Es impresionante la variedad que se puede conseguir.”

El cultivo, sin embargo, demanda conocimiento y paciencia. La planta crece entre cinco y seis centímetros por año, pero su caudex se va engrosando con las podas, logrando un aspecto escultural. “Al hacerle la poda, él va engrosando su caule. Cada año se saca de la maceta y se pasa a una más grande, así se van mostrando las raíces”, detalla Sosa, quien disfruta modelar sus ejemplares como si fueran bonsáis.

En cuanto al sustrato, descubrió una fórmula sencilla y efectiva. “Uso cáscara de pino estacionada, un poco de arena y carbón molido. Nada de tierra o abono del monte, porque eso mantiene la humedad y puede pudrir la base de la planta”, explica. La clave está en el drenaje: las macetas deben tener varios orificios para evitar el exceso de agua.

“El mayor error que comete la gente es regar de más”, advierte. “Es más factible matar una planta por exceso de agua que por falta. Se riega cada quince días, y si el caule está duro, es señal de que todavía tiene reservas.”

A pesar de su origen desértico, la rosa del desierto se adapta con facilidad al clima misionero. “Es impresionante cómo se ajusta a cada país. Cuando hace frío larga las hojas para protegerse, y cuando pasa el invierno vuelve a florecer con fuerza.”

El ciclo de producción completa lleva alrededor de un año: desde la germinación hasta la primera floración. Sobre las bases de flores simples, Pedro injerta las variedades de colores más demandadas. “Los injertos florecen enseguida, a veces en apenas un mes y medio”, asegura.

Hoy su vivero cuenta con plantas madres cuidadosamente seleccionadas para conservar las mejores características de cada variedad. “Clasificamos siempre las flores más lindas: de pétalo doble, triple… de ahí sacamos las yemas para injertar nuevas plantas.”

Además de producir, Sosa participa en ferias y exposiciones donde comparte su experiencia y promueve el conocimiento sobre esta especie. “Mucha gente compra una planta y se le seca por falta de información. Por eso me gusta explicar, enseñar cómo cuidarlas. Cuanto más las conocen, más se enamoran”, cuenta mientras proyecta dar charlas y talleres sobre injertos y polinización.

Su entusiasmo es contagioso. En su vivero, cada maceta cuenta una historia de dedicación y paciencia. “Es una planta hermosa, que florece casi todo el año y da alegría. Uno empieza con una y después quiere tener una colección entera”, dice entre risas. Y así, de una curiosidad en tiempos difíciles, nació un emprendimiento que hoy florece en todo el país.

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