En el marco del anuario Visión Misionera 2026, la historia de Anna Park recorre un siglo de producción yerbatera que va desde una travesía familiar iniciada en 1920 hasta la consolidación de una de las primeras yerbas orgánicas certificadas del país. Monte virgen, producción responsable y un presente atravesado por los desafíos del sector se entrelazan en la mirada de Juan Barney, heredero de un legado que proyecta futuro sin perder raíces.
La historia de Anna Park no comienza en una góndola ni en un molino, sino en una travesía. Juan Barney suele decir que todo arranca en 1920, cuando su abuelo, marinero y aventurero, decidió cambiar de rumbo después de recibir un oro familiar proveniente de Alaska y enterarse de que, lejos de Europa, había suecos plantando yerba mate en Sudamérica. Ese impulso inicial, atravesado por migraciones y búsquedas, terminó anclando a la familia en Misiones y sembrando las primeras bases de un proyecto que hoy cumple un siglo.
Con el paso del tiempo, la historia familiar se transformó en una visión productiva. Fue el padre de Juan quien, décadas después, comprendió que no había futuro posible en la producción de alimentos si no se respetaba la vida. “Entendió que no había otra manera de producir alimentos que sin veneno”, recuerda Barney, al señalar que en los años 90 llegó una decisión clave: la transformación total hacia la producción orgánica, cuando aún era una apuesta contracorriente.
Ese giro convirtió a Anna Park en una de las primeras yerbas certificadas orgánicas de la Argentina. Para Barney, el tiempo terminó dándoles la razón: “Fue una mala idea pensar que se podía cultivar alimentos con veneno. Hoy se ve en el mundo que todo tiende hacia lo orgánico”. Más que una estrategia comercial, la certificación fue la consecuencia de una forma de entender la producción.





El camino hacia esa certificación no fue inmediato ni sencillo. Barney explica que el proceso comienza con una transformación profunda del sistema agrícola: cinco años sin utilizar venenos, una trazabilidad estricta y auditorías permanentes. En su caso, el control está a cargo de una empresa privada de reconocimiento internacional, lo que implica burocracia, constancia y un compromiso sostenido en el tiempo.
La lógica productiva de Anna Park se apoya en lo que Barney define como “tecnología apropiada”, una forma de trabajar con los recursos disponibles en el entorno. Elaboran sus propios abonos, buscan huesos en mataderos cercanos, utilizan estiércol de vecinos y rodean los yerbales de monte virgen. “De eso se trata, del respeto por la naturaleza, porque una vez que entendés lo que es la vida y cómo protegerla, ya no hay vuelta atrás”, afirma.
Aunque hoy es una referencia en producción orgánica, Barney no proviene originalmente del rubro. Llegó a Misiones para ayudar a su padre ya mayor y se formó en el camino, capacitándose con referentes como Jairo Restrepo, a quien define como una figura central de la agricultura orgánica. “Tuve que aprender de repente, meterme de lleno y entender que había un legado de 100 años que había que continuar”, dice.
Sostener ese legado no siempre es sencillo. Barney reconoce que hay momentos de duda, sobre todo en un país atravesado por vaivenes económicos permanentes. “A veces uno se cuestiona, hay tanto viento en contra que cuesta, pero hay que estar al pie del cañón, firme, en la trinchera”, resume, al describir una resiliencia que atraviesa generaciones.



El último año fue especialmente complejo para la empresa. Barney no lo esquiva: las ventas cayeron, se perdieron exportaciones por cuestiones de exclusividad y el consumo interno se retrajo. “Cuando no hay dinero, todos tendemos a bajarnos de marca”, explica, y admite que incluso tuvieron que reducir un 30% el precio de la yerba para sostener la comercialización, aun cuando los costos seguían en alza.
Ese desfasaje entre costos y precios atraviesa toda la cadena. El aumento del combustible, la energía y los insumos golpea con fuerza a una actividad que necesita planificación a largo plazo. Barney lo sintetiza con una paradoja difícil de digerir: producir en un país con petróleo propio y pagar valores que hacen inviable el crecimiento industrial.
Detrás de cada paquete de yerba, insiste, hay un proceso largo y costoso que muchas veces el consumidor desconoce. Desde la germinación de una planta hasta la cosecha y el estacionamiento pasan entre cinco y seis años. “Yo pongo plata hoy y recién dentro de seis años veo la planta”, grafica, enumerando riesgos como sequías, plagas y pérdidas inevitables en el camino.
En ese esquema, la producción orgánica suma complejidades, pero también sentido. Cada compra de yerba Anna Park, explica Barney, contribuye a sostener pequeñas familias productoras y a proteger dos reservas ecológicas privadas. “No es solo un producto orgánico, es todo un ecosistema que se cuida, y la salud del consumidor, que para mí es lo más importante”, remarca.




Los cultivos se desarrollan en más de cien hectáreas, de las cuales aproximadamente la mitad se mantiene como monte virgen. Los yerbales, rodeados de selva, recrean las condiciones naturales de la Ilex paraguariensis, una especie nativa. “Son yerbitas contentas, que se sienten como en el monte”, dice, convencido de que producir sin venenos es también integrar árboles y biodiversidad al sistema.
En términos de rendimiento, el último tiempo trajo cierto alivio tras dos sequías históricas. Las lluvias alternadas con sol favorecieron a la planta, aunque la situación general sigue siendo frágil. Barney advierte que hay productores que directamente no están cosechando porque los números no cierran, una señal de alerta para toda la cadena.
Las certificaciones orgánicas internacionales, como la otorgada por la Organización Internacional Agropecuaria (OIA), permitieron a Anna Park acceder a mercados externos como Estados Unidos, Australia, Rusia y Chile. No son grandes volúmenes, pero resultan claves para sostener la empresa. A nivel global, la demanda de productos orgánicos crece y posiciona a la yerba mate en un lugar estratégico.
La distribución interna, sin embargo, enfrenta un obstáculo persistente: los costos logísticos. Barney cuestiona la dependencia casi exclusiva del transporte por camión y plantea la necesidad de repensar alternativas como el tren o las rutas fluviales, en un país extenso donde mover mercadería encarece toda la cadena.





Pensando en 2026, el escenario aparece cargado de incertidumbre. “No tengo muchas perspectivas, estamos expectantes y preocupados”, admite. Aun así, destaca haber tomado decisiones responsables, mantener al personal en regla y achicarse cuando fue necesario. Desde una mirada amplia, sostiene que proteger la industria nacional y al pequeño productor no es una bandera ideológica, sino una condición para preservar una de las expresiones culturales más profundas de Misiones. “La yerba es algo maravilloso, se planta en muy pocos lugares del mundo y nos posiciona hacia el futuro”, afirma, agradecido también por los reconocimientos recibidos, como la Orden del Mate, que valoran una trayectoria construida a lo largo de cien años.



